domingo, 24 de febrero de 2019

Sam 26, 2. 7-9. 12-14. 22-23


Lectura del primer libro de Samuel.
Saúl bajó al desierto de Zif con tres mil hombres, lo más selecto de Israel, para buscar a David en el desierto. David y Abisai llegaron de noche, mientras Saúl estaba acostado, durmiendo en el centro del campamento. Su lanza estaba clavada en tierra, a su cabecera, y Abner y la tropa estaban acostados alrededor de él. Abisai dijo a David: “Dios ha puesto a tu enemigo en tus manos. Déjame clavarlo en tierra con la lanza, de una sola vez; no tendré que repetir el golpe”. Pero David replicó a Abisai: “¡No, no lo mates! ¿Quién podría atentar impunemente contra el ungido del Señor?”. David tomó la lanza y el jarro de agua que estaban a la cabecera de Saúl, y se fueron. Nadie vio ni se dio cuenta de nada, ni se despertó nadie, porque estaban todos dormidos: un profundo sueño, enviado por el Señor, había caído sobre ellos. Luego David cruzó al otro lado y se puso en la cima del monte, a lo lejos, de manera que había un gran espacio entre ellos, y empezó a gritar a la tropa y al rey Saúl: “¡Aquí está la lanza del rey! Que cruce uno de los muchachos y la recoja. El Señor le pagará a cada uno según su justicia y su lealtad. Porque hoy el Señor te entregó en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor”.
Palabra de Dios.

Comentario


David no atentó contra Saúl porque era el ungido de Dios. Así reconoció un orden superior, por encima de los celos, envidias y odios terrenales. No fue por motivos humanos, sino por su fe en Dios que David no atentó contra la vida de quien en ese momento era su enemigo.

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