lunes, 3 de diciembre de 2018

Evangelio     Mt 8, 5-11


+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo.
Al entrar Jesús en Cafarnaúm, se le acercó un centurión, rogándole: “Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente”. Jesús le dijo: “Yo mismo iré a sanarlo”. Pero el centurión respondió: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: ‘Ve’, él va, y a otro: ‘Ven’, él viene; y cuando digo a mi sirviente: ‘Tienes que hacer esto’, él lo hace”. Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: “Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos”.
Palabra del Señor.

Comentario


Hoy podemos detenernos en el diálogo que introduce toda la escena del milagro y que solemos “saltear”. El hombre, al acercarse a Jesús, simplemente plantea un problema, un gran problema: su criado está grave. Solo eso. Nada más. Puede parecer un comentario, una confesión, la intención de querer compartir un dolor o cualquier cosa, menos un pedido. El hombre no llega a pedirle nada, y Jesús inmediatamente se compromete a salir de donde está, ir a la casa del centurión y curar a su empleado. Así actúa el Señor. ¿Y si hoy simplemente le contáramos lo que nos pasa sin pedirle nada, sabiendo que él buscará el mejor modo de resolver nuestro dolor?

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